lunes, 5 de octubre de 2009

Repartición de la ignorancia



Si formulamos la omnipresente pregunta de qué buscamos en la vida, la mayoría coincidirá en el objetivo a alcanzar: ser feliz. Eso se puede conseguir de múltiples formas, según la rigidez de los valores de uno y del peso que puedan tener los sueños durante el transcurso de su vida. Para la gran mayoría la felicidad reside en tener cosas: una casa confortable, un coche descapotable, una mujer despampanante. Objetivos hay miles. Uno puede fracasar o tal vez triunfar en su consecución o puede incluso llegar a fracasar triunfando, reflexionando al final de sus días sobre si tal vez se equivocó de luna y debió mirar hacia el sol.

Otros mucho más solidarios buscan objetivos más difíciles, pero mucho más humanos. Amar, ayudar al prójimo, cambiar el mundo. Aquellos más prácticos dentro de este grupo de fantasiosos pensarán que está en nuestras manos alcanzar un mundo mejor. Tal vez no cambiando el mundo en si, pero sí desde luego modificando muchos aspectos.

Hoy en día aquello que más puede llegar a enternecernos y a hacernos poseedores de un corazón de grandes dimensiones es sin duda el hambre en el mundo. Queremos que todo el mundo viva bien, por eso los pobres deben vivir como ricos. Ya está bien de las chabolas y de las largas caminatas. Se merecen un buen transporte y una vivienda digna. Y si puede ser una mansión en el Caribe y un avión privado mucho mejor. La gente debe mejorar, y cuanto mayor sea el crecimiento de su economía, mejor vivirá.

Desde luego que la gente debe vivir mejor. Pero no hemos de olvidar que vivir mejor es ser felices, y tener un trozo de pan no nos garantiza ser felices. Apuesto a que miles de personas cambiarían su cochazo por un minuto de verdadera felicidad.

Antes de desarrollar un ejercicio de solidaridad hemos de analizar si realmente estamos ayudando a alguien cuando le damos cosas. Evidentemente no estoy hablando de algo que comer, algo con lo que taparse, algo con lo que aprender o algo con lo que curarse (aspectos fundamentales para vivir y sobrevivir como personas), sino con un determinado tipo de crecimiento que buscamos en las personas y que no necesariamente indica un desarrollo de las oportunidades de ser felices.

Sin duda el reparto de la riqueza distribuyéndose de forma que todo el mundo pueda vivir como ciudadano es fundamental para seguir nuestro camino, sin el temor de ser devorados por un tsunami debido a la fragilidad de nuestra vivienda, por morir de malaria o por el temor de desconocer el mundo en que vivimos. Pero, ¿realmente debe ser una meta la repartición de toda la riqueza? Comprendo que desde la miseria, la desesperación, la esclavitud o la opresión no se ven las cosas de la misma forma, pero teniendo unos niveles básicos de bienestar material, ¿para qué tener más? No nos debe importar que uno sea más rico que otro si sabemos que la felicidad reside en otro lugar. El sufrimiento de los instintos no es peor que el de las pasiones. Naturalmente debemos buscar un mundo en el que todos podamos ver satisfechos nuestros instintos, pero en cuanto a las pasiones nadie nos garantiza la forma exacta de mantenerlas controladas. Cambiar el mundo implica justicia, solidaridad, humanidad, pero no felicidad. Cada uno debe ser feliz desde su propia filosofía y encontrar la felicidad allá donde crea oportuno. Podemos ser solidarios desde nuestra condición de humanos, pero jamás debemos exportar nuestra concepción del mundo y tratar de representarla en otros lugares cuando ni siquiera sabemos si somos felices. La felicidad depende de nosotros, no de la complejidad o simplicidad del mundo, de los billetes de nuestra cartera o de la abundancia de nuestra nevera.

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