martes, 14 de abril de 2009

El espíritu de nuestra civilización



"El aire de la ciudad hace libre" solían decir en el medievo. La ciudad era ese símbolo de progreso que estaba llamado a ser el motor de los futuros cambios. Tras 800 años de oscuridad política y cultural, la ciudad renacía en la Baja Edad Media como heredera de la tradición clásica. El renacer del arte, de la ciencia y de la cultura. El hombre deja de ser una simple representación de la voluntad de Dios para tomar posesión de una identidad propia, de una razón de ser. Frente al teocentrismo medieval se va construyendo un antropocentrismo que marcará el inicio de la Edad Moderna. Los monarcas dejarán de buscar el apoyo de los señores feudales para la consolidación de su poder. Será ahora la ciudad, la que con sus banqueros, sus comerciantes y sus intelectuales explicará al monarca la forma en que ha de someter al pueblo y concentrar en sí mismo todo el poder, bajo la única limitación de Dios. Un nuevo Dios, mucho más humano y cercano que aquel Dios medieval que amenazaba a los feligreses desde los pórticos de las iglesias.

En la ciudad nacerá una nueva clase social, la burguesía. A base de acumular riquezas la burguesía llegará a ser más importante que la nobleza, y poco a poco irá desplazando a esta como clase social predominante. De forma que con la Revolución Francesa y la toma de la Bastilla, la nobleza ya sólo disponía que de ciertos privilegios, que no hacían sino disimular su ya manifiesta decadencia.

Pero hay un hito que requiere a mi modo de ver un mayor análisis para tener una mejor comprensión de la sociedad en que vivimos, la Edad Contemporánea, y que según los analistas se inicia con la Revolución Francesa, pero cuyo inicio yo situaría 13 años antes, con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Bien es cierto que la Revolución Francesa implica esa ruptura total y traumática con el absolutismo, y el inicio de una nueva época marcada por las libertades individuales. Pero es inevitable como muchos liberales harían posteriormente (Alexis de Tocqueville entre ellos) otorgar un papel fundamental a esa Declaración estadounidense, y que si bien no fue traumática, pues no había que pasar a nadie por la guillotina, se fundamentó en los mismos principios.

Para entender el verdadero espíritu de esta Declaración, hemos de sumergirnos en la historia de Norteamérica. A principios del siglo XVII cientos de ingleses marchaban al nuevo mundo en busca de una nueva vida. Aquellos que se dirigieron a las colonias del Norte, los Estados de la Nueva Inglaterra, eran en su mayoría burgueses formados que dejaban en Europa una posición social envidiable y medios de vida asegurados, y que llegaban a América con ansias de plasmar los ideales ilustrados que se estaban gestando en Europa. Estos esperaban expandir el espíritu de las ciudades a toda una nueva civilización que ellos edificarían. Sin embargo distintas fueron las motivaciones de aquellos que fueron a parar al Sur. Los emigrantes que fundaron estas colonias eran aventureros sin familia, que habían marchado para crear fortuna e iniciar una nueva vida. No llevaban consigo ningún tipo de moralidad más que la de acumular riquezas. La explotación de las minas de oro, el cultivo de algodón con mano de obra esclava... La igualdad que buscaban los puritanos pilgrims del norte era impensable en el sur. De ahí que fuese casi inevitable llegar a las armas años después. Dos concepciones distintas de entender la sociedad. Una marcada por la religión, la moralidad, el esfuerzo, la lucha y el sacrificio, y la otra regida por el recurso fácil, la explotación, el consumismo y la destrucción. La primera es la que de verdad representa el espíritu americano, el sueño americano de una vida basada en las privaciones y en la esperanza de tiempos mejores. Una forma de ver la vida que ha sido sustituida en los últimos tiempos por otra mucho más materialista e insustancial. Es la primera la que debe representar a EEUU y a nuestra civilización, pero son precisamente estas ideas la que los estadounidenses no han sabido exportar fuera de sus fronteras.

Los ideales que defendía Benjamin Franklin, no han sido aplicados a los nativos americanos, ni a los sudamericanos, ni a los coreanos, los vietnamitas, los afganos, los iraquíes, o todo aquel pueblo que haya quedado afectado por la doctrina imperialista estadounidense. La Declaración de la Independencia muestra las verdaderas bases de nuestra civilización, que no han de ser tergiversadas ni impuestas. Sólo mediante la palabra y el adoctrinamiento podrán ser exportadas al resto del mundo. Ese ha sido el error de EEUU, creer tener una superioridad moral con la que poder juzgar y exigir el cumplimiento de sus ideas.

Los Estados Unidos no son sino el resultado del desarrollo de las ideas que hemos ido edificando durante siglos en Europa. De esta forma nuestro papel debe ser el de guiarles y de hacer que vuelvan a tomar el camino correcto, de la misma forma que un padre se preocupa por el futuro de su hijo. Nosotros somos responsables del espíritu americano, y de nosotros depende la forma en que este sea concebido, y la forma en que este sea transmitido al resto del mundo. Barack Obama ha traído la esperanza, pero no hemos de confiarnos. Por muy bien que lo haga un gobierno, y por muy altos ideales lleve consigo, siempre corre el riesgo de caer en el totalitarismo y en la unilateralidad, y esta no tiene cabida en nuestro tiempo. Es hora de dejar sitio al diálogo.