martes, 29 de diciembre de 2009

Diario de un garabato

Trazo sobre mi cuaderno unas líneas horizontales, diagonales. En ocasiones toman el aspecto de una curva esos garabatos con que voy llenando la hoja. Se unen a otros y el conjunto resulta agradable a la vista. Una especie de armonía acompaña a los signos en su particular baile. Algunos se repiten constantemente, deben ser necesarios pues, me digo a mí mismo.

Jamás había visto algo parecido. Deben de querer decir algo... ¿Qué querrán decir? Me contradigo. Apostaría a que quiero darles algún sentido. Me invade una angustia tremenda y no puedo respirar. Me ahogo. Me falta el aire, sin embargo sigo embobado con esos jeroglíficos. ¿Qué he dibujado? Parece una especie de rompecabezas, pero me veo incapaz de resolverlo. ¿Cómo? Pero lo había escrito yo... Deben ser letras, letras que forman palabras, lenguajes, que quieren decir cosas. Bien, no recuerdo lo que quería decir. Y acaso no hablaba conmigo, quizás trataba de comunicarme con alguien, querría transmitirle alguna idea generada en el seno de mi cabeza. Ahora estoy perdiendo la cabeza y ni si quiera sé si trataba de contar algo. Ya recuerdo, no. Esas letras no tenían destinatario. Tampoco remitente, no eran mías pues. Tampoco querían decir nada. Simplemente las había visto en algún sitio y trataba de copiarlas. No estaba escribiendo realmente, no esta vez. Ahora dibujaba, transcribía símbolos aprendidos durante mi infancia. ¿Quién los inventaría? No creo que siempre existieran. Seguro que el que lo hizo querría decir algo... Ahora que lo digo me resultan bastante familiares.

domingo, 27 de diciembre de 2009

La rebelión de los tontos


Un gualdo torrente de sílabas se va apoderando de la amplitud del folio. Nacidas de la unión de letras van formando inocuas palabras para el gran público, sublimes creaciones sin embargo para el atento lector, provisto de algo más que espejuelos. Las gafas tan solo permiten alumbrar con mayor claridad el efecto del lenguaje sobre el que recae la pesada labor de comprenderlo y darle un sentido que el autor concibe para su libre interpretación.

Acusan los menos doctos desde la superficialidad. Tachan de palabrería a la supremacía del verbo y desglosan incorrectamente el texto profiriendo vituperios, invectivas, injurias. Ultrajan la actividad creadora. Se mofan, convirtiendo sus burlas en sacrilegio, profanando el santo templo del habla.
Se dejan llevar por las consecuencias de su analfabetismo y pasan a convertirse en protagonistas de un genocidio de la voz y de la expresión. Creen constituirse testigos de una incomprensible exaltación de lo inocuo, precedida de una explosión de ego. Pero fracasan en sus intentos. Fracasan y se dejan llevar precisamente por la falsa seguridad del desconocimiento. Se desarrolla en forma de criterio una inexistente capacidad de distinguir la excelencia. Creen apreciar la superioridad léxica desde un vacío mental cuyo origen es la omisión de la cultura y las ideas desarrolladas por cientos de generaciones de seres humanos.

Es el triunfo del olvido. El linchamiento de la literatura por manos de los iletrados, el desarrollo de un tipo de conocimiento nacido de la exclusión, de la falta de comprensión. La negación de la autocrítica, la idolatría de ideas aprehendidas sin juicio previo. Nos enfrentamos a la conquista del mundo por parte de los tontos. Debemos andar con ojo y escuchar atentamente al prójimo desde la humildad, si no queremos convertirnos en uno de ellos.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Interpretar notas


Nota tras nota se va articulando un conjunto armónico, hipnótico. La cadencia y el ritmo nacen del talento del músico para interpretar aquellos sonidos que enlaza desde la imaginación y libera hacia el exterior tocando el instrumento, haciendo música. Esos ecos, únicamente perceptibles para los seres vivos, guían nuestra existencia. Nacen de la visión de un mundo extramental, preexistente a nosotros. Tratamos de crear con mayor o menor éxito sobresalientes partituras, que si bien ya fueron escritas, su magnificencia nos hace sentir genios, y no simples imitadores.

Esas falsas creaciones, cercanas a la perfección de sus homólogas y antecesoras llegan a drogarnos, pasamos a ser simple ganado, detrás de un inepto pastor. De notas que trazamos y unimos entre sí con la convicción de estar poniendo el universo debajo de nosotros, de nuestra impresionante capacidad creativa. Y nos mentimos, nos engañamos, creyéndonos esclavizar a las notas y con ellas a los hombres, y demás seres que pueblan el planeta. Pero caemos en el error, haciéndonos víctimas de nuestros erróneos juicios, de nuestra excesiva arrogancia, de nuestra falsa iluminación. Nos acercamos, pero al final somos nosotros los que creemos hacerlo, mientras la música puede decidir si bailar o no por el campo del sonido valiéndose de nuestro arte. Un arte casi siempre aparente y superfluo, que no reconoce su futilidad, y el reinado de la acústica, la acústica que rara vez llega a trepar hacia el vacío de nuestros tímpanos, o que casi nunca vaga por nuestras mentes. Sin embargo nos convertimos en esclavos de aquello que desarrollamos, y que lejos de llegar a poder moldear o de penetrar en su esencia, nos manipula y entramos en un trance difícil de superar. Dejamos de ser oyentes, de tratar de comprender y de entender la música, y pasamos a alardear de nuestras inútiles capacidades, de mentiras que disfrazamos de verdades. Y ahí es cuando perdemos nuestra identidad. Creemos ser músicos, incluso compositores, pero nos quedamos en el camino de los ecos, de las vibraciones, de los impulsos generados por las cuerdas, por los pitidos, por las ondas que nos invaden. Es entonces cuando la música nos vuelve títeres, y nos hace luchar, amar, odiar, respetar, reír, todo ello impulsado por nuestra ingrata interpretación, por nuestro ridículo egocentrismo que acaba transformándonos en masa.

Música... El mundo que vivimos no se puede discernir desde nuestras notas. Quizás podamos intentar entenderlo desde el vacío musical que implicaría nuestra no existencia. Al fin y al cabo tan solo los animales pueden apreciar los sonidos que se dan en la naturaleza. Más difícil es llegar a los de aquel otro lugar. Bastaría con reconocer lo que somos y llegar a intuir lo que podemos ser.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Empuñar el arma


Cuyas armas siempre fueron,
aunque abolladas, triunfantes
de los franceses estoques
y de los turcos alfanjes

Góngora


Existe un tipo de espada, el estoque, que otorga a aquel capaz de empuñarla una imponente supremacía sobre los demás. Su perfección viene de la técnica de cientos de generaciones de herreros, que han desarrollado un extraordinario artilugio que dependiendo de quién y cómo lo utilice puede salvar o acabar con vidas. Nace del incesante golpeo del martillo sobre el yunque. En sus días era capaz de chocar contra escudos, envestir con fuerza contra la coraza que protegía a los hombres, y en ocasiones atravesar los yelmos de los caballeros.

Hecho del más puro hierro, llega a ser inquebrantable. E inquebrantable puede llegar a ser el poder del que lo empuña. A diferencia de otras armas carece de sentido, salvo que en actitud pasiva se encuentre el portador, asirlo hacia otra dirección que no sea el horizonte frente a los ojos del que mira y no con envidia, pues la magnificencia de la línea trazada por el metal nada tiene que anhelar de aquella situada a la lejanía, en un infinito tan cercano.

Es hacia allí, hacia delante, hacia donde estamos llamados a aferrarlo con decisión. Seguramente en aquella línea se inspira el herrador en cada uno de sus hercúleos golpes, creyendo vislumbrar ante él la perfección de la rectitud.

Una perfección que pierde su esencia si el que lo sostiene, no lo hace con el mismo valor con que fue creado, si con cada estacada no se acerca a las propiedades con que el mismo metal fue creado. El infinito en cada movimiento, si después de cada golpe no miramos hacia otro lado, y no nos escondemos detrás de falsas armaduras, que sólo ocultan nuestra fragilidad. Nuestra decisión y la fuerza del estoque pueden hacernos ser Dioses por un momento. Pueden llevarnos a ganar batallas, a ver más cerca aquella línea que se presenta al otro lado y que sostiene cada mañana o alberga cada noche al astro celestial que se posa sobre nosotros. Esa espada es perfecta en sí misma, pero depende de nuestra virtud. Y nuestra virtud depende de la visión que tengamos del camino que se extiende ante nosotros, del sentido que le hayamos atribuido a las huellas que hemos dejado atrás, y sin lugar a dudas de la importancia de nuestra comprensión del relevante papel que tenemos como portadores del arma.

No es arma por lo que podamos hacer con ella, ni siquiera por lo que aparentemente sea, sino por lo que representa, y por lo que debemos hacer con ella si queremos que aquel astro que nos vigila nos ilumine con más fuerza, si aquella estría de la perfección de las ideas y de la verdad con su reflejo nos de señales de cómo dirigirnos a su vera.

Porque en definitiva un arma es un instrumento para atacar y será legítimo su uso en tanto en cuanto haya una comprensión real del fin que debemos perseguir.

Mientras, los herreros se esfuerzan en sus talleres por forjar un mejor estoque...
Seguramente no sea su técnica, su sacro proceso, lo que nos sitúe cada día más lejos de aquella realidad tan lúcida, en ocasiones tan visible,  y que incluso nuestras manos pueden llegar a sentir tocar, pero que al final nunca alcanzamos, y acabamos perdiéndonos por estériles senderos, plagados de inmundicias con falsa apariencia, que nos engañan y nos hacen olvidar las plagas que nos asolaron en el pasado, y terminan mintiéndonos sobre lo que nos deparará en el futuro.

domingo, 13 de diciembre de 2009

sábado, 5 de diciembre de 2009

El triunfo de la voluntad


Llegan las masas. ¡Ahí llegan! Suenan las trompetas anunciando su llegada, se escuchan aplausos desde lo alto de las almenas, las gentes vitorean canciones desde abajo de las murallas.
No caben todos por la puerta - grita excitado un campesino con corona - Hemos de derribar los muros, acabar con los tiempos pasados, de opresión y oscuridad.

Las gentes aclaman sus palabras, poco a poco desde ambos lados de la fortaleza se va desarticulando el cerco. El fervor va en aumento, es momento de celebración. Suenan las campanas de la iglesia, nunca sus ecos han sonado tan bien en el valle. Las torres permanecen todavía en su sitio, sin embargo parecen ahora tan minúsculas... Se van uniendo las gentes. Les reciben los ciudadanos con cientos de presentes, honrando su llegada. Ayudémosles a quitarse los grilletes - sugieren algunos ciudadanos -. Poco a poco se van despojando de sus ataduras, de aquello que les había separado de la ciudad, que les había ligado a las infestas cavernas del norte.

Un niño grita con furia: Se acabaron las diferencias entre las gentes. Antes el rey llevaba corona, pero ahora es el campesino el que la exhibe sin valor alguno. Estas personas que llegan hoy se decían inferiores a nosotros y ahora conviviremos formando una comunidad entre iguales.

Un hombre de mediana edad que se encontraba cerca escuchando atentamente le contesta exaltado: ¡Te equivocas! Eran las murallas las culpables de que nuestros hermanos viviesen en las tinieblas, aislados de las letras de la ciudad. Hoy hemos derribado el muro y podemos compartir con ellos nuestro conocimiento. Seremos iguales. Iguales en la posibilidad de acceder a las ideas que nacen de la ciudad.

Segundos después, aparece el hombre más viejo de la ciudad. La gente poco a poco le deja hueco, respetuosos callan y observan el taciturno semblante del anciano. Pronto comienza a hablar: Ambos: el muchacho y el joven, os equivocáis en vuestras afirmaciones. Al primero le digo que fuisteis vosotros habitantes de la ciudad los que tiempo atrás erigisteis con la ayuda de los que hoy vuelven estos muros que nos han dividido durante tanto tiempo. Y además te digo, nunca jamás hasta hoy mostraron los recién llegados intención de derribarlo. Hasta hoy que por fin han sucumbido las piedras a la voluntad de las personas.

En cuanto al joven, el muro tan solo existía para ti en la imaginación, nunca nadie dijo que hubiese un cerco a las ideas. Aquí había una puerta que bien podía haber alguien atravesado para dirigirse a las cavernas en busca de nuestros hermanos desamparados y haberles hablado de las ideas de la ciudad, pero nadie lo hizo.
Nadie lo hizo y eso - incluyéndome a mi- hace avergonzarme de cada uno de nosotros. Hemos errado y ello es imperdonable. Sin embargo nuestros hermanos se han sabido guiar por una antorcha mucho más fuerte que cualquiera que podríamos haberles prestado desde nuestro reino, es el fuego interior de cada uno de ellos, la voluntad de la palabra, que reside en el fondo de las personas, y que es capaz de madurar con una intensidad y una fuerza que nos puede hacer escapar de cavernas, caminar largos senderos hasta ciudades y una vez allí derribar los muros que puedan haber. Siempre. Siempre triunfa la voluntad de la palabra. Solo hay que esperar a que llegue ese momento, pues como ya hemos visto poco probable parece que alguien se atreva a cruzar la puerta de la ciudad en busca de esos desalmados que vagan desprovistos de juicio, atormentados por las sombras y víctimas de su propia y mal usada razón.

La gente comprendió. Por un lado se dieron cuenta de su error al no haber cruzado aquella puerta y del aun más grave fallo de haberla construido. Pero por otro lado por fin esas gentes estaban junto a ellos. Aquella noche dormirían todos juntos en el poblado. Ya nunca más habrían murallas. Era el triunfo de las ideas. Un triunfo amargo en cierto sentido, pero compensado por la fuerza de la voluntad y el coraje.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Aves


Hoy mi cuerpo, empapado de sudor, convaleciente, vuelve a ver la luz. Veo el contraste de las nubes sobre el perenne azul del cielo. Algunos pájaros intentan volar, no disfrutan, para ellos volar supone un arduo esfuerzo. Achacan con cierta benignidad los crueles avatares que la naturaleza expone en su camino. Pocos soportan hieráticos esta hercúlea actividad que les hace sobrevivir, mantenerse vivos. Otros gozan, planean sobre el inmenso infinito, moviendo a su antojo las alas, batiéndolas, extendiéndolas en cada movimiento dejando que rocen el firmamento. Estos sí que son libres, pueden desplazarse de la forma que quieran sin por ello tener que desgastar su fuerza y pudiendo a la vez alimentar su espíritu.
Les envidio, observo desde el cuadro de mi ventana como me vigilan desde lo alto. Juegan a ser dioses, quizás en el fondo lo sean.

Diálogos

- Antes opinabas de distinta forma - aseveró Pepe con sorna.
- Sí, es la ventaja de no formar parte de un partido - replicó Álvaro triunfante.
- Bueno, los partidos también cambian, sino mira al PSOE que antes era marxista o al...
- Habladurías. Y los continentes también cambian fíjate tú, crecen a una velocidad de uno o dos centímetros al año. Quizás aquí dos siglos podamos tumbarnos en donde antes nos bañábamos. Aunque bueno igual con lo del cambio climático no haga falta esperar tanto. Puede ser que nos autodestruyamos antes de ser capaces de entender aquello que está cambiando, o de que lleguemos a entender que somos nosotros mismos los que cambiamos o incluso que podemos llegar a cambiar por nuestra propia voluntad.
- No te comprendo compañero.
- Claro está, para eso tienes que salirte de tu partido Pepito y pensar con la cabeza.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Las nuevas generaciones



Ataviados con sus mejores galas difunden palabras vacías allá donde van. Les han inculcado los más castizos dogmas nacidos de la tierra que reclaman defender. Progenitores franquistas, acaudalados terratenientes, hijos de empresarios, influencia eclesiástica, resquicios de la reacción. En ocasiones gente humilde, atraída por una aparente imagen de grandeza estética. Se les reconoce en seguida. Creen en una idea nacida de las palabras, de las frases que repiten inconscientemente. Van de aquí para allá, no se paran a pensar.

Emperifollados, llenos de adornos, el cuello doblado o levantado, la camisa por dentro, cinturón bien ajustado, los zapatos impolutos, el cabello engominado. Les invade una indescriptible sensación de superioridad. Juzgan sin conocer, no tratan de comprender, y se valen de toda la realidad existente para alcanzar su objetivo: la fama. Todos quieren llegar a la cúspide, triunfar. Ayudar a la gente, cambiar las cosas... banalidades. Años llevan mamando de la teta de su partido, de políticos que idolatran y con los que se fotografían. Corean sus nombres, aplauden sus frases, algún día serán uno de ellos. Repiten argumentos y falacias, solo serán críticos con aquellos que se pongan en su camino. Bien saben qué cadena de radio sintonizar por la mañana, qué tertulia televisiva ver por la noche, qué periódico leer cada día. Adolecen de pensamiento propio, se convierten en reflejos del ayer y en sombras del mañana. Se entregan al azar, al juicio del tiempo. Creen andar siempre por el sendero de la gloria. Nunca conocerán el error, nunca mientras sean capaces de hondear con fuerza sus banderas y símbolos, mientras sus palabras triunfen y alimenten el hambre de las personas, mientras sus coros sean vitoreados, mientras los ecos sigan resonando con la misma intensidad.