viernes, 26 de junio de 2009

Bolonia: hombres y máquinas



Creo en el sistema en que vivimos. Creo en la rivalidad como un instrumento orientado a la victoria. Creo en la competencia como un enfrentamiento que determina el más fuerte. La sed de superación, la ambición de ser primero empuja a las personas a dar lo mejor de sí mismas. Pienso que el modelo de crecimiento más efectivo es aquel que se basa en esas condiciones de disputa. De otra forma el hombre desde una posición acomodaticia no vería el riesgo de quedar desplazado por el otro, y el fruto de su trabajo sería mucho menos beneficioso que el que generaría en medio de un duelo.

Pero por otro lado le doy la razón a Walt Whitman en que el hombre contiene multitudes, y sé que esas multitudes pueden escapar a su propia naturaleza. El ser humano puede ser capaz de hipotecar su dignidad, y en especial la de los demás por el mero hecho de superarse, de crecer, de aumentar sus beneficios. El mercado tiene sus deficiencias y olvidarlas sería querer mantener una confianza permanente en el individuo, cuando este ha destacado a lo largo de los siglos por ser egoísta e insolidario. La explotación del hombre por el hombre, una lógica que llega a nuestros días y que demuestra el lado más abyecto de la rivalidad.

La historia nos permite reflexionar en nuestro pasado, y aprender de los errores cometidos. El sujeto puede llegar a ser inmenso, pero requiere de una correa, de una limitación que permita aprovechar los beneficios de la competitividad, pero a su vez proteja al débil, al harapiento, evitando hacer del sistema una jungla. Es en nuestros días el Estado ese instrumento encargado de garantizar el bienestar de las personas, del individuo, siendo ello el verdadero fin del sistema.

De esta forma reconozco en esa construcción artificial que es el Estado un papel de salvaguarda de las exigencias individuales, pero también de las colectivas. De todo aquello que nos una y nos haga vivir como comunidad, pues el hombre lleva miles de años siendo un animal social.

El progreso económico y material está supeditado a ese afán de lucro, de disputa y de superación, pero el progreso humano, social y moral depende de aquel medio que garantice la libertad del individuo, que permita actuar a los hombres en comunidad, reconociéndoles sus derechos.

Nuestro futuro necesita de la correcta interrelación de ambas variables, y pecaremos de ingenuidad ideológica siempre que nos encomendemos de forma exclusiva a una única de ellas.

El plan Bolonia puede llegar a resultar muy peligroso. Implica la mercantilización del mundo universitario. El conocimiento es orientado a los beneficios privados, siendo estos el fin de la educación universitaria. Olvidamos las exigencias sociales, comunitarias, incluso cuando es la propia sociedad la que por medio del Estado financia la universidad. Ésta y el conocimiento se convierten en fases previas a la rivalidad que imperará en el mercado del trabajo. Una dialéctica muy similar a la platónica, en la que a cada uno se le asignará un papel según su naturaleza y sus capacidades, pero siendo ahora la posición dentro del sistema económico la que determine la validez de la persona, y no su pertenencia y su aporte a la comunidad. Las becas disminuirán para evitar pagar el absentismo y la financiación de estudiantes incapaces de terminar sus estudios, pero no habrá una contraprestación hacia los futuros estudiantes para motivarles y animarles a estudiar, sino que por el contrario se disminuirá el número de alumnos en las universidades y serán madriguera de las élites.
Se incentivará de esa forma el esfuerzo, pero el fin no será el sacrificio de los estudiantes, y la vuelta a virtudes que olvidamos tiempo atrás, sino que el verdadero objetivo será reducir el número de matriculaciones, siguiendo una simple operación matemática destinada a reducir costes.

Se cederá el desarrollo del conocimiento y el progreso de nuestra civilización a entidades privadas cuya naturaleza se muestra incompatible con estas, pues el verdadero interés es el beneficio y el crecimiento. Olvidamos el papel del Estado, y convertimos a los alumnos en simples proyectos de trabajadores cuya valía se medirá por su ajuste al mercado laboral.

Olvidamos que el futuro pende de las personas como individuos críticos y autónomos, independientes del estado, independientes de la economía. Individuos que sean conscientes de los peligros de la rivalidad entre las personas, igual que sean conscientes del peligro de la invasión de poder del Estado en la esfera privada. El conocimiento no puede ser títere de nadie, y no se puede jugar y menos comerciar con él, pues es sólo patrimonio de las personas. No debe servir a intereses estatales ni económicos, el conocimiento debe orientarse al libre-pensamiento, al progreso intelectual, a la solidaridad y a la comprensión. Todo ello depende de su autonomía, y Bolonia atenta contra esa independencia. Un mundo mejor es posible dentro de este sistema, pero de ello depende la conciencia de las personas. Impedir su libre desarrollo es impedir avanzar la sociedad, y eso lo único que hace es desacreditar el sistema. El mundo ya está plagado de máquinas, evitemos ser una más. Como muy acertadamente apuntaba Charles Chaplin en el Gran Dictador ¡Vosotros no sois máquinas!, ¡sois hombres!. Tratemos de no olvidarlo.