miércoles, 24 de febrero de 2010

Historias en una Iglesia


Distintas manos que aquellas que lo tallaron van rozando el bruñido ataúd. La funeraria no ha tardado en exigir el obligado peaje que resta al alma para ir al cielo, y los vivos lloran a los muertos. El cura canta misa, ofrece palabras de consuelo mientras las miradas se pierden en el tenebroso vacío de la iglesia. Su timbre de voz infunde pavor a las masas laicas. Retumban los ecos, las lágrimas no dejan de brotar y unos hieráticos individuos esculpidos en piedra hace más de mil años observan a aquellos extraños visitantes. Reina el silencio, el miedo a la muerte, el apego a los recuerdos, todavía aun tan cálidos y cercanos. Filas de butacas pobladas de personas miran en dirección al altar. Se postran ante aquel Dios que dicen venerar y jamás visitan. Ingratos se acuerdan de él cuando tachones en números de la agenda obligan a aferrarse al tiempo. Al sonido del reloj, a un nuevo amanecer. No suplican por la muerte, por aquello que hay detrás de la muerte. La permanente oscuridad de una noche de invierno, a la que algún día sucumban, dejando la luz que ilumina sus senderos.
Se refugian detrás de agujas a sentimientos y a recuerdos como a objetos  que tal vez poseyeran y nunca quisieron compartir. Un rostro sostenido por una sotana virgen, impoluta, agita los sentimientos de estas personas. Los 12 hijos de Jacob ríen. Inmortales descansan en paz, seguros del papel que desempeñaron.  Con el orgullo de ser recordados, con la certeza de saber quienes fueron, y con el asco de ser pasto de las cabras, que manipulados por el pastor acuden a adorar al hijo Dios. Las rodillas de los hombres vencidas al fin regresan a su estado natural, dirigiéndose con apremio a su hogar de nuevo. El Dios padre vuelve a ser abandonado por sus hijos. Pronto la muerte llamará de nuevo a las puertas de la iglesia. Las campanas, su eco... Entonces distintas rodillas caerán sobre el piso de la Iglesia. Los hijos de Jacob volverán a despertarse, con una sonrisa entre los labios, con el mismo regocijo de siempre. Mientras, el Dios padre derrama lágrimas, por la muerte de un hijo suyo, por la vida de muchos otros.

lunes, 22 de febrero de 2010

La eterna lucha



¿Pescarás con anzuelo a Leviatán, sujetarás su lengua con cordeles?
¿Le pasarás un junco por la nariz, traspasarás su mandíbula con ganchos?
¿Te vendrá con largas súplicas y te hablará con voz humilde?
¿Hará contigo el trato de ser tu siervo de por vida?
¿Jugarás con él como con un pájaro, lo atarás para diversión de tus hijas?
¿Lo pondrán en venta los asociados, se lo disputarán los mercaderes?
¿Le acribillarás la piel con dardos, su cabeza con artes de pesca?
Ponle la mano encima: ¡te acordarás de la lucha y no insistirás!
Tu esperanza sería ilusoria, pues sólo su vista aterra.
No hay audaz capaz de provocarlo, ¿quién puede resistirle frente a frente?
¿Quién le plantó cara y salió ileso? ¡Nadie bajo los cielos!

Job 40:25-32;41:1-3


Aunque  constantes han sido los contactos entre las distintas culturas que han coexistido a lo largo de la historia en nuestro planeta, desde hace 518 años las relaciones y en los últimos dos siglos con mayor énfasis la interdependencia de las mismas es notablemente superior. Hoy con el advenimiento de la sociedad postindustrial, con el aparente triunfo del capitalismo, y la cada vez mayor expansión de los mercados, los peligros a este sistema cimentado a partir del dinero son pocos. El principal, aparentemente, el terrorismo internacional, que el 11 de Septiembre de 2001 supo atacar en el corazón financiero de la primera potencia mundial y demostrar que lejos del fin de la historia (como Fukuyama sugería una década antes) queda un largo camino plagado de posibles peligros y de incertidumbre, sin embargo no menor que la que ha sufrido la humanidad a lo largo de su particular epopeya.

El atentado a las torres gemelas, tras años de estabilidad y de prosperidad (aparente desde luego) inauguraba un nuevo capítulo de la historia de la humanidad, ya otras muchas veces vivido y que de nuevo se repite; el de la lucha entre el Estado y el individuo. El estado de excepción, las restricción de los derechos individuales en favor de la seguridad pública, las violaciones reiteradas de los mismos, en una de las democracias más viejas del planeta, y primera potencia mundial. Guantánamo simplifica perfectamente una lógica maquiavélica. El individuo pierde su posición privilegiada como firmante de un pacto social, para convertirse en títere de las voluntades de un Estado dirigido por una minoría, que siempre, al menos en nuestros tiempos modernos, carece de la preparación necesaria como para asumir ese reto y las responsabilidades que se autoatribuyen, y que incluso el ciudadano guiado por el miedo y la manipulación de los medios de comunicación - cómplices de las clases gobernantes - llega incluso a refrendar tales actuaciones en las urnas (ejemplo de ello es la victoria electoral de Bush en 2004).

Y no es que esas violaciones de los derechos pertenezcan exclusivamente a la contradictoria - al menos teórica - lógica de los neoliberales, o de los neoconservadores y siempre presentes reaccionarios. Sin ir más lejos el premio Nobel de la paz Barack Obama y el laborista Gordon Brown han protagonizado episodios similares con la implantación de escáneres corporales. De igual manera que la cárcel de Guantánamo continua abierta tras haber incumplido el presidente norteamericano su promesa de cerrarla en el plazo de un año.

Muchos opinarán que se mueven guiados por el interés general y que su capacidad de liderazgo merece nuestra insumisión. Pero yo como individuo me niego a realizar semejante acción en detrimento de mis derechos naturales, y de mi dignidad personal. La manipulación de los medios, los intereses corporativos, la demagogia de la clase política, la corrupción, la falta de espíritu crítico en el seno de los partidos políticos, y la degradación además de la siempre constante ambición de los dirigentes obliga a desconfiar de toda esa parafernalia que mediante el voto ciudadano se llega a convertir en gobierno del Estado.
No obstante, no volveré a caer en el cinismo y admitiré que el actual sistema democrático es el mejor esfuerzo habido hasta la fecha de los gobernados de poner coto a los abusos de poder.
Pero lo cierto es que el Estado es un monstruo difícil de controlar, imagen de un poder absoluto y de una tiranía que sólo el activismo del ciudadano puede llegar a frenar. Ese Leviatán de Hobbes que años después, y con el triunfo del Estado liberal sigue constantemente acechándonos en forma de abusos, que por mínimos que sean evidencian el carácter de ese demonio.

Los tiempos han cambiado y si bien no en todos los países, en muchos de ellos, las barricadas y los asesinatos han sido suprimidos en aras de la convivencia y del equilibrio social por interpelaciones, inputs, manifestaciones, boicots y decenas de instrumentos con los que el ciudadano puede reafirmar su existencia y sus intereses.

La sociedad en convivencia y asociación a través del Estado destaca en importancia por ser un medio y no un fin. Así por tanto un instrumento con el que proteger cada uno de los intereses individuales que existen en el conjunto del mismo, porque lo que bien puede ser positivo para uno, puede no serlo para otro y viceversa, y la insumisión del afectado en cada caso sólo sería muestra de pasividad, en el caso de no existir un espíritu individual por parte del mismo, o por la no-actuación fruto de la opresión de un sistema que impide reclamar tus derechos, que el mismo perjudica.

Cuando el Estado es un fin, se aleja de sus funciones y adquiere rasgos totalitarios. No se aglutinan los intereses de cada uno de los miembros de la comunidad, sino que la minoría gobernante impone aquello que dicta su conciencia. No hace falta constatar que ese proceso lejos de ser revolucionario, científico, histórico o liberador es opresivo e impone voluntades de unos sobre otros. Sólo mediante el pacto social, puede haber una defensa de intereses, y no una superposición de unas doctrinas, sobre otras, y que si bien pueden ser comprehensibles y estar fundadas en la razón, no lo pueden estar para otras personas, que verán en el Estado una imposición material y espiritual, siempre y cuando no defienda sus derechos o acaben por sucumbir al mismo, y terminando al fin por comulgar con el mismo.

El papel del individuo ante esta amenaza es el de no aceptar nada que venga desde arriba sin control. Es el no ser sumiso, pues siéndolo pasa a ser un hombre-masa, sin moral, guiado por el conjunto y que acata todo aquello que provenga del movimiento, del embrión de ese futuro Leviatán, y detrás del que se esconden personajes de carne y hueso. El hombre se convierte en esclavo, en una partícula de arena, obligada a formar parte de esa indivisible realidad perdiendo su libertad, su condición inherente como individuo de poder elegir, y que le obligará a vivir arrodillado o dejar de hacerlo. Es el discurso del engaño, que mediante el odio y la demagogia trata de dormir a las personas, y atentar contra su razón, que les permite pensar y su libertad, que les posibilita decidir qué pensar.

La imposición, a costa del conjunto, del todo. ¿Es sucumbir a ella la única opción para salvaguardar nuestra seguridad? Lo cierto es que no, y tampoco sugiero vivir permanentemente con un rifle debajo de la almohada, siendo nuestros únicos guardianes. Y lo digo porque el mismo potencial de autoridad y de infinito poder que puede llegar a tener el Estado, lo puede tener de protector.

Es la lucha constante entre el espíritu humano con origen en su resistencia a ser aplastado como persona y el Leviatán, lo que nos hace animales sociales, y no esclavos o náufragos.
Esa lucha siempre recomienza, y los abusos de poder obligan a permanecer ya no alerta, sino en primera línea de batalla. Para envestir con fuerza contra ese monstruo, y no herirle mortalmente, como buscaba el capitán Ahab a la gran ballena blanca en Moby Dick, sino más bien encontrando el sentido de nuestra existencia como haría más tarde Santiago en el Viejo y el mar de Hemingway.
Es la lucha entre pez enorme, ballena o Leviatán,,  y el hombre lo que da sentido a nuestra existencia, lo que posibilita el progreso, y lo que nos da un papel en el tiempo y no hundirnos en la profundidad del océano.

La historia del pueblo judío (precisamente fueron los que acuñaron el término de Leviatán, seguramente por un tipo de monstruo enorme - pez, ballena, cachalote...- que solía rondar por la costa)  sirve como paradigma de la historia de la humanidad. El pueblo elegido, indefenso y desvalido, atormentado y castigado en innumerables ocasiones, consigue al fin un lugar en el que descansar bajo el azul del cielo. Pero entonces en el instante en que funda su propio Estado y deja de estar desprotegido se venga de aquellos males que padeció y precisamente los infringe en casa ajena. Es la fuerza de la seguridad, del Leviatán. El poder de tener una protección superior, que si bien legal y no Divina hace a los hombres creerse capaces de poder aplastar a los hombres. Es aquello que hace sucumbir a los hombres al Leviatán y llevarnos al fondo del océano.

Debemos estar alerta, pues si bien necesitamos de él para que luche contra nuestros enemigos, hemos de llegar a someterlo domesticándolo, conociéndolo bien, enfrentándonos a él, y no dejar que algún día tenga la suficiente fuerza como para devorarnos.