lunes, 30 de noviembre de 2009

Amanecer


Es pronto, pero ya ha amanecido. Se escucha el sonido de los primeros claxons, el de los primeros portazos, el de las cucharillas removiendo el azúcar en la taza. Las persianas suben y bajan, algunos quieren dormir más pero no pueden, otros intentan hacerlo y algo se lo impide. Desde mi ventana no se ve el mundo, pero se oye el arrullo de las palomas al pasar. Vienen y van de esos viejos tejados que ocupan despreocupadas, viendo como pasa el tiempo.

Hay cientos de lugares en los que creo haber estado. He leído, he escrito sobre ellos. Me imagino al alba viendo aparecer las primeras luces en el horizonte oriental, viendo como el infinito sostiene al cielo, viendo como cambian de color según las estaciones.

Pasan los segundos, avanza la mañana, el Sol cada vez más erguido vigila desde allá arriba. Nos observa, se ríe de nosotros, sabe de su importancia. Desaparece orgulloso por la noche, quizás no vuelva más. Es esa incertidumbre la que otorga a la noche su tenebrosidad. Las estrellas también nos iluminan, igual que la Luna, pero el Sol... El Sol nos habla del tiempo, de los granos de arena que van cayendo en el reloj. Del mundo, ese lugar redondo que tantas veces ha iluminado. Poco a poco el astro se aleja de mi vista. Desaparece en el horizonte occidental, le sustituirá una inevitable oscuridad. Quién sabe si mañana volverá a aparecer, hay tantos sitios que me quedan por ver...

domingo, 29 de noviembre de 2009

Guerras y recuerdos


Hay voces que parecen suspiros. Hay suspiros que quiebran el tiempo. Hay sonidos que quedan en el olvido. Mi abuelo solía hablarme de la guerra, aquella guerra que sufrió y de la que cada vez habla menos, pero que permanece en su memoria.

Qué hambre decía él. Luchó en Brunete, en Belchite, en Teruel, estuvo en Barcelona al final de la guerra... Volvió a Valencia en barca cuando estaban llegando los sublevados a la capital condal.

Una vez en una parada del convoy en que iba su compañía, se acabaron todo el vino que había en el pueblo. Otra vez en un bosque encontró una cabaña en la que vivía una mujer, y esta se ofreció a cocinarle huevos, comió doce. Su bien más preciado durante la contienda fue un bote de leche condensada, estaba en una estantería colocado hacia abajo y un día se dio cuenta de que sus compañeros se lo habían vaciado, haciendo un agujero y chupando boca arriba. Al acabar la maldita guerra se casó, montó una tienda. ¿Libertades? Qué era eso, él no tuvo que sufrir a Franco. Luchó con la República, perdió amigos y quién sabe si quitó vidas. Al abrir el negocio se acordó de aquellos con los que compartió miserias, contrató a un compañero de trincheras como sastre.

Si le preguntas no te habla de grandes hazañas, de heroicidad, ni siquiera de muerte. Habla del hambre, eso que invade a los hombres cuando luchan entre ellos, cuando olvidan que tienen que vivir, y que solo importa morir.
Mi abuelo quería que acabase la guerra. De hecho nunca quiso que empezase. Era uno de esos españoles que bien tendría unas ideas pero que nunca creyó que fuesen más importantes que la vida de una persona.

Franco señalaba muchos héroes. Los del Alcázar, José Antonio, los fusilados por los rojos. Con su muerte nos hemos empeñado en buscar otros. Los fusilados por los fachas, las libertarias, las trece rosas, los exiliados, los maquis, aquellos que sufrieron el exilio interior.

Demasiados héroes. Para mi un héroe es aquel que se encontró con la guerra de improvisto y que nunca la utilizó como medio para liberar tensiones haciendo derramar sangre. Ni aquel que cogió un fusil con odio y lo cargó y vació de balas ni aquel que esperó levantando el brazo en alto esos días de Julio.

Me gustan las historias de mi abuelo. En ella no mata fascistas o rojos. Habla de amigos, mujeres, lugares, encuentros, lágrimas. Todo eso que olvidamos que hacen las personas.
 
Aquellos días él era un hombre cualquiera. Perdió su juventud, maduró antes de tiempo. Qué le importaba a él la revolución, la democracia o el fascismo. Mi abuelo quería formar una familia, tener hijos, nietos, disfrutar de la vida y que le dejasen en paz.

Hace unos días murió su mujer, sesenta y cinco años juntos. Le espera la soledad en su camino hacia la muerte. A menudo ve en los medios a gente hablar de la guerra, creando memoria, cimentando el recuerdo, creyéndose competentes como para decir lo que es o no justo. Esa gente no vivió la guerra debe pensar él. Nunca estuvo días sin poder probar bocado, no perdió a seres queridos. Se les llena la boca hablando de la historia y seguramente no la han sufrido.

Héroes y villanos. En la guerra no hay una pizca de dignidad. Solo ese tipo de escenas cotidianas nos hacen recordar lo que somos.

Recordar, recordar es comprender y entender. No humillar ni insultar. El recuerdo sirve para no volver a equivocarnos y no para crear mitos. Al final no somos banderas, colores o ideas, somos personas, y de nada sirve volver a convertirnos en lo que fuimos, mas aun cuando muchas veces ignoramos lo que ello supuso.

Ojalá los suspiros no se pierdan en el tiempo, lejos quedaron ya los gritos.


miércoles, 25 de noviembre de 2009

La muerte: acto II 2º parte



Pastillas, parches, morfina, un vaso de agua medio vacío. Las gafas en la mesita, no hay nada que ver. Después, unas pálidas cortinas frenando el avance de un menguante rayo de luz que ya no habrá de iluminar nada más en esta vida. Máquinas, personas, cronómetros. Un viejo cabezal destinado a quedar huérfano, una colcha que pronto se quitará el peso de la vida. Gritos cada minuto, imploran algunos, rezan otros que nunca lo han hecho. Ley de vida apunta la más suspicaz. Algunos fingen sonrisas. De pronto todos creemos conocer la suerte de nuestros destinos. Llenan el vaso, se consuelan los tontos.

Un leve estertor sustituye a los gemidos. No hay señas de sufrimiento, han sido devoradas por este. Los pulmones intactos, la agonía recrudece la atmósfera. Es el fin. Amaina poco a poco el sonido, nos hacemos cómplices de ese inevitable pasaje tantas veces relatado. Algunos creen conocerlo demasiado bien, se resignan, hacen ruidos con la boca. Otros no lo conocen, sus ojos enrojecen, les invade una impotencia nunca vista: el mundo no es como pensaban.

Suenan las teclas del órgano, distinta música, pero el mismo desenlace, el silencio. Poco durará... Suenan las campanas, el corazón de las ciudades dicen algunos. Despiden a otro tipo de entrañas, con distintas vísceras, distinta coraza. Dejará de palpitar, rojo como la sangre que dejará de correr y no coagulará esta vez mas no hará falta, ya se habrá teñido de un nuevo color, más real, más oscuro.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El acordeonista


Tengo un acordeón. Mi padre tuvo otro. El padre de mi padre también tenía uno. Qué armonía la de esas dos cajas juntas. El fuelle uniéndolas, separándolas, la vibración del diapasón...Notas anhelantes, destellos fragantes, colores, vida. Sueño al compás de los sonidos que produce, vivo pendiente de las sensaciones que genera, sus vibraciones me hacen vibrar, sus sentimientos me hacen sentir. Soy esclavo de un instrumento que deja de serlo en el momento en que me pongo a rozar con mis dedos sus teclas, que me transforma cuando uno mi cuerpo a su divina estructura. Es parte de mi, soy parte de él. ¿Quién es quién? Objeto y persona, persona y objeto, una misma cosa, un mismo destino. Puedo aprender a vivir sin él, pero de qué serviría.

Conozco la libertad. Un día la vi. Era capaz de verla. se llamaba música. Me hacía viajar, lejos, allá donde nadie me escuchaba, pero seguía tocando. El espacio era inmenso, los ecos llegaban, seguíamos tocando. 

Al final éramos los dos. Nos amábamos. Nadie nos entendía, miles de caras, cientos de gestos, sonrisas amargas. La gente pasaba de largo, quedábamos nosotros, un mundo por delante, era el mundo que siempre habíamos deseado.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Recuerdos del camino


Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.

Antonio Machado

Recuerdos... recuerdos. Me hacen temblar, recordar, pensar.
¿Qué más? ¿Qué menos? Son insuficientes, somos insuficientes.
Lamentar, añorar, extrañar. Insultamos al tiempo, a la gente. ¿Cómo no nos dimos cuenta?

 La poquedad de nuestra condición, la insuficiencia de nuestras condiciones. Un camino estéril, vano, del que desconocemos el principio y el final. E incluso en ocasiones olvidamos el sendero mismo por el que circulamos. Simples peatones de una inmensa calzada. Nos faltan piernas, ojos y brazos para impulsarnos de una forma más eficaz. Pero no necesitamos más vista, esfuerzo u orientación. Estas cualidades residen detrás de todas esas ridículas capacidades que nos han sido otorgadas por el destino. Basta con hurgar en el rastro que hemos ido dejando, en el tamaño y holgura de nuestras huellas, en las historias aprendidas, en las señales vitales que nos indicaban hacia dónde mirar y que ignorábamos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Camino hacia aquel lugar



Un fétido tufo embargaba el enrarecido ambiente. Sufría yo una fuerte nausea fruto de una incomprensible ceguera que se había apoderado de mi desde hace días. Ya antes otros sintieron lo mismo, pero ello no atenuaba la repugnancia que sentía. ¿Qué era aquello? Sabía el motivo de aquel estado, pero no encontraba explicación de eso que me impedía caminar y a la vez me empujaba a huir de aquel infecto aroma, de esas sombras que vislumbraba detrás de la oscuridad que cubría mis pupilas, de esos insoportables gritos. ¿No veía? ¿No quería ver? Quizás ambas cosas. No podía describir exactamente mis sentimientos, mis circunstancias, igual era incapaz de ello, pero lo necesitaba. Necesitaba un papel, un bolígrafo. Puede que algo más. Cada vez flotaba más lejos, más arriba, igual más abajo. Lo seguro es que no permanecía en el mismo sitio.Los sonidos eran más distantes y lejanos, pero los escuchaba mejor que nunca. A medida que pasaban los segundos la hediondez era menor, sin embargo la desagradable fragancia me era poco a poco más familiar aún.
Sabía por fin de qué se trataba. Me alejaba de aquellas terribles formas aunque me sentía unido a ellas. ¿Serían parte de mi? ¿Cómo era posible?
Mi trastorno era total. El decaimiento me guiaba hacia el único y final destino. Adelantaba mi llegada, era expulsado de la tierra prometida. Dejaba de formar parte de aquello y posiblemente era yo por fin. Yo, sin nada que me rodease, una persona al fin y al cabo. En otra realidad, distinta, pero que me apartaba de esa en la que había enfermado. ¿Un nuevo camino? Quién sabe, demasiados gritos histéricos había visto allá, demasiado fuerte había sido mi enfermedad. La melancolía se apoderaba de mi. Me ataba, me hacía recordar, pensar, observar de nuevo. Ya no veía, pero podía entender y lo odiaba. Poco a poco perdía lo único que me quedaba cuando había marchado la luz, cuando había llegado la nausea. Eran los sueños, esos amigos pasajeros, que te alivian del sufrimiento de las cosas, que te hacen flotar de una forma distinta, creyendo que nunca enfermarás, viendo las cosas desde otra perspectiva, más ingenua, jugando a ser inmortal sin saber que al final la realidad devorará a la imaginación. Nadie me prestaba nada con lo que escribir. Puede que nadie nunca lo hizo, mas el deseo era demasiado intenso, demasiado intenso como para comprender que ya nunca más podría hacerlo de nuevo.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La muerte: acto II



Siento su presencia. Nausea y temblores. La oscuridad se cierne hacia donde me encuentro. Intenta atraparme con su característico hedor, su sofocante aroma, su aspecto tenebroso. 
No es la primera vez que visita mi jardín, ya antes tanteó mi existencia. Convierte tus sueños en polvo, los destroza, los ahoga y te deja al desamparo, al amparo de la melancolía.

La reconozco. Ahora continúa con su decidida labor. A veces ataca al alba de súbito, traicionándonos. Rapta de improvisto. Es cruel y tajante. Incorruptible compañera de viajes. No distingue. Adelanta las estaciones, marchita las flores del jardín, quema la tierra sobre la que ya no crecerá nada, hace brotar las lágrimas desde el interior del patio de nuestra morada. En fin, va mermando nuestra existencia.

El sol ha caído. La luz desaparece en el horizonte. Esta vez ha avisado de su llegada. Viene a pedirnos lo que dice corresponderle, jamás olvida. Está decidida a adelantar la noble decrepitud, convirtiéndola en un último llanto en la tierra, una última lágrima en vida, una distorsión de lo que fuimos, un espejismo de nuestras miserias. Humilla inertes esperanzas de prolongar lo improlongable y hace vanos los caducos recuerdos que nos quedan. Nos aferramos al vacío, a la no existencia. Muestra los hilos de los que pendemos. Tememos a la nada y esta ya hace tiempo que convive entre nosotros. Tiempo hace que nos cubría y reía sobre nosotros. Nos vigilaba, atenta para no deshacerse de una nueva presa. Pensamos en la vida como un reloj de arena, un cronómetro que deseamos alargar indefinidamente, sin siquiera plantearnos la calidad y dignidad con que desearíamos llevarla. ¿Qué desear cuando la vida no es más que un suspiro, una lenta agonía, el compás de un inocuo pestañeo? ¿Ceder terreno es dignificar el fin o tirar las armas antes de la derrota absoluta?

Quién sabe. Solo somos pequeñas figuras que oscilamos sobre un mísero tapete del que desapareceremos en cualquier momento. Me vuelvo a empapar de esa sórdida lobreguez. Me cubre, vuelve a vaciar un poco de mi. Quizás la próxima vez venga a por mi. El tiempo le habrá ahorrado trabajo pues qué quedará de mi.

Pronto sonarán las campanas de la iglesia. Como un desaliento, impulsado por la agonía, el último grano de arena dejará de surcar por el reloj. Estático permanecerá cada uno de ellos en ese nuevo lugar, mucho más real y familiar de lo que pensaban. Ya habían soñado con él, ya lo habían visto de cerca, pero cuan duro era reparar en ello, cuanto costaba reconocerlo y saber que pronto sucumbirían definitivamente a la fuerza de ese instante.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Noviembre en un parque cualquiera


Era una hoja en un árbol. Casi muerta, viva en otoño. El viento la mecía de un lugar a otro del parque. Viajaba, se transformaba en cada movimiento, pero permanecía allí, allí arriba sobre el suelo, junto a otras hojas, pero sin ellas. Debajo las cosas eran distintas. Las hojas no permanecían siempre en el mismo lugar. Mudaban. Se superponían, se mezclaban entre ellas. Su color era distinto del de las que seguían unidas a la rama. Desconocían los problemas que en lo alto pasaban. Marchitaban poco a poco, su vigor y su fuerza desaparecían. No tenían a nadie que les ayudase, pero no importaba. Eran libres. No existía una rama, un tallo que les agarrase y limitase su existencia. Al final siempre llegaba el invierno y sabían que desaparecerían. Se convertirían de verdad en otra cosa, marcharían si quisiesen, y no de la forma en que lo hacían las de allí arriba.

Aquella hoja, impulsada por el viento podía ver mejor que ninguna el universo, pero de qué le servía, si nunca había podido saber qué era realmente aquello que veía. Ahora llegaba el invierno. Todo se había acabado. Había sido una hoja, una hoja cualquiera, pero no importaba. Se preguntaba que hubiese pasado allí. Allí donde el cielo era aún más lejano, donde habitaban un sinfín de peligros, donde al fin y al cabo se podía vivir. No supo contestar. El tallo oprimía sus pensamientos, nada eran sin este, y nada sería hasta el fin de sus tiempos.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Individuos en decadencia


El liberalismo ha dejado de estar de moda. Nos hemos olvidado de la tradición y de las bases del desarrollo de nuestra civilización y en cuanto hemos formado sistemas artificiales como son los Estados, aparentemente capaces de solucionar nuestros problemas, nos hemos despreocupado, perdiendo nuestra condición e identidad, o al menos reclamándola únicamente para aquello que nos interesa. Consumimos sin medida, olvidamos ayudar a los demás, nos sumergimos en proyectos individuales y dejamos de lado los colectivos, recibimos cada vez más de la Res Pública y a su vez queremos dar menos a cambio. Queremos que el Estado nos saque de la crisis, y le echamos la culpa de todo, cuando al final somos nosotros los que tomamos decisiones, y decidimos el camino que queremos recorrer.

Esa amenaza burocrática, que nos convierte en robots, títeres y fomenta la impersonalidad se convierte en la plataforma que nos da unas condiciones básicas, y ya por ello le damos un rol, un papel y unas posibilidades de poder actuar. Le cedemos unas parcelas de libertad que deben corresponder al individuo autónomo y consciente de la realidad que le rodea. El individuo maduro es social y no individualista. Se preocupa de reclamar su esfera privada, pero no olvida la importancia de la sociedad como marco de interactuación de los individuos. Un individuo responsable sabe consumir, y no convertirse en esclavo de las modas o del consumo. Un individuo consciente no es avaricioso e invierte adecuadamente, sin inflar el mercado ni especular. Sabe la repercusión de sus decisiones y evita que sus beneficios afecten al bienestar de los demás. El individuo que reclama la tradición liberal es participativo. Apoya al Estado como un medio, jamás como un fin. Un medio que ayude a las personas y cree un marco adecuado para el desarrollo, pero que al fin y al cabo se quede en ello. El fin siempre será el hombre, moldeador y eje de la sociedad.

Resulta vergonzoso comprobar en la prensa como los Estados han conseguido salvar el sistema financiero mundial inyectando capital público. Un héroe impersonal y artificial que salva los errores de miles de villanos que han consumido por encima de sus posibilidades, han sido codiciosos en sus inversiones, y han puesto el mercado al servicio de intereses mezquinos. La inmadurez manifiesta de las personas es la que nos empuja a confiar en el Estado como tutor temporal, pero tenemos la obligación de no olvidar lo que somos y debemos ser y lo que el Estado es y siempre será.

Surcando las aguas del Nilo


¿Hasta qué punto puede ser la complejidad el origen de nuestros males?
En el antiguo Egipto los nueve arcos representaban una amenaza. Las áreas vecinas y circundantes al Nilo, simbolizadas jeroglíficamente mediante montañas eran vistas siempre como un peligro potencial para la seguridad, la paz y el orden cosmológico que otorgaba el Nilo a la existencia de sus fértiles tierras. Las tierras llanas eran ejemplo de certidumbre mientras que más allá encontrábamos los picos, las laderas, auténticos embrollos que manifestaban la confusión y el odio que pueden alcanzar las sociedades. Lo finito de una montaña, sentido de lo mundano frente al infinito que se puede alcanzar mediante algo tan concreto como una recta, una dimensión. ¿Para qué marchar a otros mundos si se dispone de todo lo necesario?, ¿para qué entender lo incomprensible si cuando mirando a nuestro alrededor podemos responder a la mayoría de cuestiones?, ¿no es más fácil dar respuestas que formular nuevas preguntas que no fueron reveladas por la propia naturaleza? La pirámide contiene arquitectónicamente todo el Génesis, y sin embargo Moisés, estudioso de ellas quiso mediante símbolos y alegorías crear algo más complejo, menos inteligible. Los egipcios no necesitaban desarrollar los símbolos, el vulgo era capaz de comprender con una monumental imagen. Ni si quiera los griegos estaban a su altura.
Solón, uno de los siete sabios de Grecia cuando visitó el país del Nilo decidió preguntar a un sacerdote sobre la historia de la civilización, a lo que este le contestaría: ¡Oh, Solón, Solón!, luz del mundo occidental, los griegos seréis siempre unos niños.

La exactitud, el orden cosmológico, el orden cosmogónico, la certeza, la belleza, la simpleza, la perfección. ¿Por qué habremos tratado de cambiar las cosas?