viernes, 18 de diciembre de 2009

Empuñar el arma


Cuyas armas siempre fueron,
aunque abolladas, triunfantes
de los franceses estoques
y de los turcos alfanjes

Góngora


Existe un tipo de espada, el estoque, que otorga a aquel capaz de empuñarla una imponente supremacía sobre los demás. Su perfección viene de la técnica de cientos de generaciones de herreros, que han desarrollado un extraordinario artilugio que dependiendo de quién y cómo lo utilice puede salvar o acabar con vidas. Nace del incesante golpeo del martillo sobre el yunque. En sus días era capaz de chocar contra escudos, envestir con fuerza contra la coraza que protegía a los hombres, y en ocasiones atravesar los yelmos de los caballeros.

Hecho del más puro hierro, llega a ser inquebrantable. E inquebrantable puede llegar a ser el poder del que lo empuña. A diferencia de otras armas carece de sentido, salvo que en actitud pasiva se encuentre el portador, asirlo hacia otra dirección que no sea el horizonte frente a los ojos del que mira y no con envidia, pues la magnificencia de la línea trazada por el metal nada tiene que anhelar de aquella situada a la lejanía, en un infinito tan cercano.

Es hacia allí, hacia delante, hacia donde estamos llamados a aferrarlo con decisión. Seguramente en aquella línea se inspira el herrador en cada uno de sus hercúleos golpes, creyendo vislumbrar ante él la perfección de la rectitud.

Una perfección que pierde su esencia si el que lo sostiene, no lo hace con el mismo valor con que fue creado, si con cada estacada no se acerca a las propiedades con que el mismo metal fue creado. El infinito en cada movimiento, si después de cada golpe no miramos hacia otro lado, y no nos escondemos detrás de falsas armaduras, que sólo ocultan nuestra fragilidad. Nuestra decisión y la fuerza del estoque pueden hacernos ser Dioses por un momento. Pueden llevarnos a ganar batallas, a ver más cerca aquella línea que se presenta al otro lado y que sostiene cada mañana o alberga cada noche al astro celestial que se posa sobre nosotros. Esa espada es perfecta en sí misma, pero depende de nuestra virtud. Y nuestra virtud depende de la visión que tengamos del camino que se extiende ante nosotros, del sentido que le hayamos atribuido a las huellas que hemos dejado atrás, y sin lugar a dudas de la importancia de nuestra comprensión del relevante papel que tenemos como portadores del arma.

No es arma por lo que podamos hacer con ella, ni siquiera por lo que aparentemente sea, sino por lo que representa, y por lo que debemos hacer con ella si queremos que aquel astro que nos vigila nos ilumine con más fuerza, si aquella estría de la perfección de las ideas y de la verdad con su reflejo nos de señales de cómo dirigirnos a su vera.

Porque en definitiva un arma es un instrumento para atacar y será legítimo su uso en tanto en cuanto haya una comprensión real del fin que debemos perseguir.

Mientras, los herreros se esfuerzan en sus talleres por forjar un mejor estoque...
Seguramente no sea su técnica, su sacro proceso, lo que nos sitúe cada día más lejos de aquella realidad tan lúcida, en ocasiones tan visible,  y que incluso nuestras manos pueden llegar a sentir tocar, pero que al final nunca alcanzamos, y acabamos perdiéndonos por estériles senderos, plagados de inmundicias con falsa apariencia, que nos engañan y nos hacen olvidar las plagas que nos asolaron en el pasado, y terminan mintiéndonos sobre lo que nos deparará en el futuro.

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