sábado, 5 de diciembre de 2009

El triunfo de la voluntad


Llegan las masas. ¡Ahí llegan! Suenan las trompetas anunciando su llegada, se escuchan aplausos desde lo alto de las almenas, las gentes vitorean canciones desde abajo de las murallas.
No caben todos por la puerta - grita excitado un campesino con corona - Hemos de derribar los muros, acabar con los tiempos pasados, de opresión y oscuridad.

Las gentes aclaman sus palabras, poco a poco desde ambos lados de la fortaleza se va desarticulando el cerco. El fervor va en aumento, es momento de celebración. Suenan las campanas de la iglesia, nunca sus ecos han sonado tan bien en el valle. Las torres permanecen todavía en su sitio, sin embargo parecen ahora tan minúsculas... Se van uniendo las gentes. Les reciben los ciudadanos con cientos de presentes, honrando su llegada. Ayudémosles a quitarse los grilletes - sugieren algunos ciudadanos -. Poco a poco se van despojando de sus ataduras, de aquello que les había separado de la ciudad, que les había ligado a las infestas cavernas del norte.

Un niño grita con furia: Se acabaron las diferencias entre las gentes. Antes el rey llevaba corona, pero ahora es el campesino el que la exhibe sin valor alguno. Estas personas que llegan hoy se decían inferiores a nosotros y ahora conviviremos formando una comunidad entre iguales.

Un hombre de mediana edad que se encontraba cerca escuchando atentamente le contesta exaltado: ¡Te equivocas! Eran las murallas las culpables de que nuestros hermanos viviesen en las tinieblas, aislados de las letras de la ciudad. Hoy hemos derribado el muro y podemos compartir con ellos nuestro conocimiento. Seremos iguales. Iguales en la posibilidad de acceder a las ideas que nacen de la ciudad.

Segundos después, aparece el hombre más viejo de la ciudad. La gente poco a poco le deja hueco, respetuosos callan y observan el taciturno semblante del anciano. Pronto comienza a hablar: Ambos: el muchacho y el joven, os equivocáis en vuestras afirmaciones. Al primero le digo que fuisteis vosotros habitantes de la ciudad los que tiempo atrás erigisteis con la ayuda de los que hoy vuelven estos muros que nos han dividido durante tanto tiempo. Y además te digo, nunca jamás hasta hoy mostraron los recién llegados intención de derribarlo. Hasta hoy que por fin han sucumbido las piedras a la voluntad de las personas.

En cuanto al joven, el muro tan solo existía para ti en la imaginación, nunca nadie dijo que hubiese un cerco a las ideas. Aquí había una puerta que bien podía haber alguien atravesado para dirigirse a las cavernas en busca de nuestros hermanos desamparados y haberles hablado de las ideas de la ciudad, pero nadie lo hizo.
Nadie lo hizo y eso - incluyéndome a mi- hace avergonzarme de cada uno de nosotros. Hemos errado y ello es imperdonable. Sin embargo nuestros hermanos se han sabido guiar por una antorcha mucho más fuerte que cualquiera que podríamos haberles prestado desde nuestro reino, es el fuego interior de cada uno de ellos, la voluntad de la palabra, que reside en el fondo de las personas, y que es capaz de madurar con una intensidad y una fuerza que nos puede hacer escapar de cavernas, caminar largos senderos hasta ciudades y una vez allí derribar los muros que puedan haber. Siempre. Siempre triunfa la voluntad de la palabra. Solo hay que esperar a que llegue ese momento, pues como ya hemos visto poco probable parece que alguien se atreva a cruzar la puerta de la ciudad en busca de esos desalmados que vagan desprovistos de juicio, atormentados por las sombras y víctimas de su propia y mal usada razón.

La gente comprendió. Por un lado se dieron cuenta de su error al no haber cruzado aquella puerta y del aun más grave fallo de haberla construido. Pero por otro lado por fin esas gentes estaban junto a ellos. Aquella noche dormirían todos juntos en el poblado. Ya nunca más habrían murallas. Era el triunfo de las ideas. Un triunfo amargo en cierto sentido, pero compensado por la fuerza de la voluntad y el coraje.

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