sábado, 17 de octubre de 2009

Marinero, viejo marinero.


Vivir. ¿Cómo queremos vivir? Dirigimos nuestra mirada al horizonte, al otro lado del océano. Escudriñamos en cada rincón, en cada ángulo y agujero. Buscamos cambiar el mundo, que las cosas sean distintas. Nos reivindicamos como una pieza suficientemente poderosa como para ganar la partida en el tablero. Olvidamos la finitud y lo minúsculo y reducido de nuestra existencia. Soñamos con arreglar las cosas pero ni siquiera buscamos la mejor forma de hacerlo. Nuestra decisión y nuestro coraje nos empujan hacia delante seguros del papel que creemos representar, y no tenemos en mente jamás la posibilidad de fracasar o de dar un paso atrás antes de avanzar. Sondeamos la inmensidad de la existencia y colocamos banderas y señales allá a donde nos dirigimos, aún sin saber si es ese laberinto el lugar en el que deseamos terminar nuestros días.

Vivimos en un buque con un número determinado de pasajeros y pese a ello convivimos con las innumerables olas del mar, que nos hacen retroceder y naufragar o por vicisitudes del destino nos empujan con fuerza hacia lo inexorable. Dentro de esta dualidad esperamos llegar a la otra orilla, seguros de que lo haremos. Los logros cimientan nuestro recorrido y siempre buscamos más para seguir viéndonos capaces. Pero ¿cómo encontrar la felicidad entre el todo y la nada, en un infinito que definitivamente se muestra como ininteligible para nuestras circunscritas mentes? ¿No somos al fin y al cabo un número, un camarote de un solo barco?

La vida pesa. Es como otros ya han dicho, un camino demasiado largo, una mujer demasiado hermosa, un perfume demasiado fuerte. ¿Por qué no conformarnos con la sencillez del barco, con la calidez de nuestros camaradas y con la seguridad de saber hacia dónde vamos y dónde acabaremos?

Somos demasiado ambiciosos y nos proponemos retos imposibles queriendo transformar cosas cuando quizás lo que debamos hacer primero es cambiarnos a nosotros mismos.

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