Siento su presencia. Nausea y temblores. La oscuridad se cierne hacia donde me encuentro. Intenta atraparme con su característico hedor, su sofocante aroma, su aspecto tenebroso.
No es la primera vez que visita mi jardín, ya antes tanteó mi existencia. Convierte tus sueños en polvo, los destroza, los ahoga y te deja al desamparo, al amparo de la melancolía.
La reconozco. Ahora continúa con su decidida labor. A veces ataca al alba de súbito, traicionándonos. Rapta de improvisto. Es cruel y tajante. Incorruptible compañera de viajes. No distingue. Adelanta las estaciones, marchita las flores del jardín, quema la tierra sobre la que ya no crecerá nada, hace brotar las lágrimas desde el interior del patio de nuestra morada. En fin, va mermando nuestra existencia.
El sol ha caído. La luz desaparece en el horizonte. Esta vez ha avisado de su llegada. Viene a pedirnos lo que dice corresponderle, jamás olvida. Está decidida a adelantar la noble decrepitud, convirtiéndola en un último llanto en la tierra, una última lágrima en vida, una distorsión de lo que fuimos, un espejismo de nuestras miserias. Humilla inertes esperanzas de prolongar lo improlongable y hace vanos los caducos recuerdos que nos quedan. Nos aferramos al vacío, a la no existencia. Muestra los hilos de los que pendemos. Tememos a la nada y esta ya hace tiempo que convive entre nosotros. Tiempo hace que nos cubría y reía sobre nosotros. Nos vigilaba, atenta para no deshacerse de una nueva presa. Pensamos en la vida como un reloj de arena, un cronómetro que deseamos alargar indefinidamente, sin siquiera plantearnos la calidad y dignidad con que desearíamos llevarla. ¿Qué desear cuando la vida no es más que un suspiro, una lenta agonía, el compás de un inocuo pestañeo? ¿Ceder terreno es dignificar el fin o tirar las armas antes de la derrota absoluta?
Quién sabe. Solo somos pequeñas figuras que oscilamos sobre un mísero tapete del que desapareceremos en cualquier momento. Me vuelvo a empapar de esa sórdida lobreguez. Me cubre, vuelve a vaciar un poco de mi. Quizás la próxima vez venga a por mi. El tiempo le habrá ahorrado trabajo pues qué quedará de mi.
Pronto sonarán las campanas de la iglesia. Como un desaliento, impulsado por la agonía, el último grano de arena dejará de surcar por el reloj. Estático permanecerá cada uno de ellos en ese nuevo lugar, mucho más real y familiar de lo que pensaban. Ya habían soñado con él, ya lo habían visto de cerca, pero cuan duro era reparar en ello, cuanto costaba reconocerlo y saber que pronto sucumbirían definitivamente a la fuerza de ese instante.
La reconozco. Ahora continúa con su decidida labor. A veces ataca al alba de súbito, traicionándonos. Rapta de improvisto. Es cruel y tajante. Incorruptible compañera de viajes. No distingue. Adelanta las estaciones, marchita las flores del jardín, quema la tierra sobre la que ya no crecerá nada, hace brotar las lágrimas desde el interior del patio de nuestra morada. En fin, va mermando nuestra existencia.
El sol ha caído. La luz desaparece en el horizonte. Esta vez ha avisado de su llegada. Viene a pedirnos lo que dice corresponderle, jamás olvida. Está decidida a adelantar la noble decrepitud, convirtiéndola en un último llanto en la tierra, una última lágrima en vida, una distorsión de lo que fuimos, un espejismo de nuestras miserias. Humilla inertes esperanzas de prolongar lo improlongable y hace vanos los caducos recuerdos que nos quedan. Nos aferramos al vacío, a la no existencia. Muestra los hilos de los que pendemos. Tememos a la nada y esta ya hace tiempo que convive entre nosotros. Tiempo hace que nos cubría y reía sobre nosotros. Nos vigilaba, atenta para no deshacerse de una nueva presa. Pensamos en la vida como un reloj de arena, un cronómetro que deseamos alargar indefinidamente, sin siquiera plantearnos la calidad y dignidad con que desearíamos llevarla. ¿Qué desear cuando la vida no es más que un suspiro, una lenta agonía, el compás de un inocuo pestañeo? ¿Ceder terreno es dignificar el fin o tirar las armas antes de la derrota absoluta?
Quién sabe. Solo somos pequeñas figuras que oscilamos sobre un mísero tapete del que desapareceremos en cualquier momento. Me vuelvo a empapar de esa sórdida lobreguez. Me cubre, vuelve a vaciar un poco de mi. Quizás la próxima vez venga a por mi. El tiempo le habrá ahorrado trabajo pues qué quedará de mi.
Pronto sonarán las campanas de la iglesia. Como un desaliento, impulsado por la agonía, el último grano de arena dejará de surcar por el reloj. Estático permanecerá cada uno de ellos en ese nuevo lugar, mucho más real y familiar de lo que pensaban. Ya habían soñado con él, ya lo habían visto de cerca, pero cuan duro era reparar en ello, cuanto costaba reconocerlo y saber que pronto sucumbirían definitivamente a la fuerza de ese instante.
2 comentarios:
A todos nos invade ese sentimiento cuando pensamos en ella. Por eso, ha sido tarea de las religiones (en especial) intentar aliviar la agonía que produce en nosotros.
Ejemplo de ello es el siguiente escrito de San Agustín de Hipona:
La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado.
Yo soy yo, vosotros sois vosotros.
Lo que somos unos para los otros seguimos siéndolo.
Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis un tono diferente.
No toméis un aire solemne y triste.
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí.
Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra.
La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado.
¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista?
Os espero; No estoy lejos, sólo al otro lado del camino.
¿Veis? Todo está bien.
No lloréis si me amabais. ¡Si conocierais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!
Creedme: Cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban\ y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y encontraréis su corazón con todas sus ternuras purificadas.
Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.
Un saludo.
José Manuel Llavero
Me cago en la puta musica esa de mierdaa q as puestoo mas feaa no podia ser ,no as podido poner mas tonteias?.Exclusiva a Juan le molan las gordas.un saludoo
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