sábado, 7 de noviembre de 2009
Noviembre en un parque cualquiera
Era una hoja en un árbol. Casi muerta, viva en otoño. El viento la mecía de un lugar a otro del parque. Viajaba, se transformaba en cada movimiento, pero permanecía allí, allí arriba sobre el suelo, junto a otras hojas, pero sin ellas. Debajo las cosas eran distintas. Las hojas no permanecían siempre en el mismo lugar. Mudaban. Se superponían, se mezclaban entre ellas. Su color era distinto del de las que seguían unidas a la rama. Desconocían los problemas que en lo alto pasaban. Marchitaban poco a poco, su vigor y su fuerza desaparecían. No tenían a nadie que les ayudase, pero no importaba. Eran libres. No existía una rama, un tallo que les agarrase y limitase su existencia. Al final siempre llegaba el invierno y sabían que desaparecerían. Se convertirían de verdad en otra cosa, marcharían si quisiesen, y no de la forma en que lo hacían las de allí arriba.
Aquella hoja, impulsada por el viento podía ver mejor que ninguna el universo, pero de qué le servía, si nunca había podido saber qué era realmente aquello que veía. Ahora llegaba el invierno. Todo se había acabado. Había sido una hoja, una hoja cualquiera, pero no importaba. Se preguntaba que hubiese pasado allí. Allí donde el cielo era aún más lejano, donde habitaban un sinfín de peligros, donde al fin y al cabo se podía vivir. No supo contestar. El tallo oprimía sus pensamientos, nada eran sin este, y nada sería hasta el fin de sus tiempos.
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