La descolonización africana fue un auténtico fracaso. El tradicional expolio occidental de los recursos naturales y humanos basado en la distinción del hombre y no-hombre que con Auswitch parecía totalmente descartado, fue sustituido por un nuevo sistema en el que líderes corruptos y oportunistas se situaban como intermediarios de ese ciclo natural que alimenta la pobreza y la miseria del continente.
La Libertad, el librarse de las cadenas que el hombre blanco imponía, al contrario de lo que muchos profetizaban no trajo consigo la multiplicación del pan, de los peces y del vino, sin embargo la euforia desatada sí que parecía característica de un acontecimiento de esas dimensiones.
Durante los años posteriores a la descolonización se dio un rápido crecimiento de la población a la que no siguió un desarrollo económico proporcional, como había ocurrido en occidente. Se habían emitido más billetes de los que el sistema es capaz de soportar, y el resultado era una inflación, no de porcentajes ni de céntimos de dolar, sino de miseria y de hambre.
El optimismo, el entusiasmo y la euforia pronto dieron lugar a una manifiesta falta de alimento, de escuelas y de trabajo.
Mientras tanto líderes políticos o militares fueron alimentando su fortuna, impidiendo el marco de desarrollo que se dio durante las últimas décadas del siglo XX. Mugabe o Idi Amin son dos de los más mediáticos, pero si nos sumergimos en nuestra historia más reciente hay cientos de ellos.
Por el contrario países como China, Taiwán o el sudeste asiático aprovecharon su estabilidad para atraer a grandes empresas. Mejor seguir atado al dominio occidental durante unos años que perpetuar la pobreza. Lo mismo podemos decir de Chile o Brasil. Adoptaron los cánones occidentales del libre mercado, mientras que sus vecinos Venezuela y Bolivia decidieron iniciar otros caminos que les han condenado al fracaso.
La deslocalización fue una oportunidad que África desaprovechó, por la inestabilidad y el caos imperante. Los dictadores africanos prefirieron adoptar discursos antiimperialistas y populistas que hiciesen olvidar la humillación de su pasado, fomentando el odio al blanco. Grosso error que les ha condenado al olvido; 32 de los 35 países más pobres del mundo se encuentran en África, y los demás no andan muy lejos de ese 'selecto' club de la miseria.
Durante los años se ha ido incrustando en la personalidad del africano una manifiesta desesperanza. En los ojos opacos de un niño ugandés no encontramos ganas de vivir, ni el sueño de un mundo mejor. Estos reflejan el desarraigo de un continente condenado a la miseria perpetua. Se han encontrado con más escalones que cualquier otro pueblo de la tierra, y sus continuos tropiezos han ido formando un carácter marcado por la indiferencia, más allá del sufrimiento y de la impotencia.
Por el contrario tras la mirada de un asiático que trabaja durante todo el día sí que encontramos el sueño de que sus hijos puedan llevar una vida mejor.
La repugnancia de la mano de obra barata y de las condiciones infrahumanas (siempre exageradas) del trabajador, pero tras la que se esconden unas tremendas ganas de vivir, de luchar y de mejorar que generalmente no encontramos en un africano.
Las élites negras educadas en occidente lejos de llevar el orden y la justicia a sus dominios han alimentado la pobreza, fomentado el odio interracial, y violado reiteradamente los derechos humanos. Detrás de las Ak-47 no encontramos fines altruistas sino ansias de poder y de riquezas.
De esta forma, ¿Qué empresa va a querer expandirse a un país de esas características y en el que la posibilidad de que se de un golpe de estado cada 5 años es superior a un 30 %? Ninguna.
Lo cierto es que sí que hay posibilidad de cambio, siempre y cuando los gobiernos de estos países sepan elegir el camino adecuado. Deben seguir el camino trazado por Asia, aún conscientes de que les costará mucho más alcanzarlo.
Nosotros desde occidente tenemos un importante papel. No hemos de limitarnos a pagar una mensualidad a la ONG de turno, pues lo más seguro es que ese dinero acabe en manos de algún señor de la guerra africano, aunque con ello no quiero menospreciar la ayuda económica.
Hemos de fomentar otras alternativas para estos países. La ayuda técnica es fundamental. Se necesitan más médicos que dólares. La ayuda militar también es ineludible. Hemos de olvidar el desastre de Somalia y empezar a pensar que la estabilidad de muchos países depende de los soldados que nosotros les proporcionemos. Y es que no solo la guerra produce miseria, sino que la miseria a su vez implica un alto riesgo de dar lugar a un conflicto.
Es imperioso el apoyo a los líderes honrados y que de verdad tratan de llevar a cabo planes de desarrollo en sus países. Hemos de supeditar la entrega de ayudas humanitarias a la consecución de cambios, de otra manera seguirán acabando en manos de militares, paramilitares y de ladrones disfrazados de políticos. Y por último es vital llevar a cabo un comercio justo, pagándoles lo que de verdad valen sus productos, así como reducir los aranceles que les imponemos a los países de África, para fomentar sus exportaciones, de forma que diversifiquen su producción y dejen de lado el mal holandés.
África ha de ser capaz de encontrar en el horizonte un futuro mejor, pero para ello necesita nuestra ayuda. Debemos dejar de lado las cargas de nuestro pasado colonialista y de soñar con un mundo mejor, para actuar de forma realista, de la única forma que la humanidad ha sido capaz de crear bienestar. La pragmática y la utopía ha de quedar enterrada. Es necesario ser práctico y analizar fríamente los acontecimientos, y más aún cuando de ello dependen muchas vidas.
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