domingo, 29 de noviembre de 2009

Guerras y recuerdos


Hay voces que parecen suspiros. Hay suspiros que quiebran el tiempo. Hay sonidos que quedan en el olvido. Mi abuelo solía hablarme de la guerra, aquella guerra que sufrió y de la que cada vez habla menos, pero que permanece en su memoria.

Qué hambre decía él. Luchó en Brunete, en Belchite, en Teruel, estuvo en Barcelona al final de la guerra... Volvió a Valencia en barca cuando estaban llegando los sublevados a la capital condal.

Una vez en una parada del convoy en que iba su compañía, se acabaron todo el vino que había en el pueblo. Otra vez en un bosque encontró una cabaña en la que vivía una mujer, y esta se ofreció a cocinarle huevos, comió doce. Su bien más preciado durante la contienda fue un bote de leche condensada, estaba en una estantería colocado hacia abajo y un día se dio cuenta de que sus compañeros se lo habían vaciado, haciendo un agujero y chupando boca arriba. Al acabar la maldita guerra se casó, montó una tienda. ¿Libertades? Qué era eso, él no tuvo que sufrir a Franco. Luchó con la República, perdió amigos y quién sabe si quitó vidas. Al abrir el negocio se acordó de aquellos con los que compartió miserias, contrató a un compañero de trincheras como sastre.

Si le preguntas no te habla de grandes hazañas, de heroicidad, ni siquiera de muerte. Habla del hambre, eso que invade a los hombres cuando luchan entre ellos, cuando olvidan que tienen que vivir, y que solo importa morir.
Mi abuelo quería que acabase la guerra. De hecho nunca quiso que empezase. Era uno de esos españoles que bien tendría unas ideas pero que nunca creyó que fuesen más importantes que la vida de una persona.

Franco señalaba muchos héroes. Los del Alcázar, José Antonio, los fusilados por los rojos. Con su muerte nos hemos empeñado en buscar otros. Los fusilados por los fachas, las libertarias, las trece rosas, los exiliados, los maquis, aquellos que sufrieron el exilio interior.

Demasiados héroes. Para mi un héroe es aquel que se encontró con la guerra de improvisto y que nunca la utilizó como medio para liberar tensiones haciendo derramar sangre. Ni aquel que cogió un fusil con odio y lo cargó y vació de balas ni aquel que esperó levantando el brazo en alto esos días de Julio.

Me gustan las historias de mi abuelo. En ella no mata fascistas o rojos. Habla de amigos, mujeres, lugares, encuentros, lágrimas. Todo eso que olvidamos que hacen las personas.
 
Aquellos días él era un hombre cualquiera. Perdió su juventud, maduró antes de tiempo. Qué le importaba a él la revolución, la democracia o el fascismo. Mi abuelo quería formar una familia, tener hijos, nietos, disfrutar de la vida y que le dejasen en paz.

Hace unos días murió su mujer, sesenta y cinco años juntos. Le espera la soledad en su camino hacia la muerte. A menudo ve en los medios a gente hablar de la guerra, creando memoria, cimentando el recuerdo, creyéndose competentes como para decir lo que es o no justo. Esa gente no vivió la guerra debe pensar él. Nunca estuvo días sin poder probar bocado, no perdió a seres queridos. Se les llena la boca hablando de la historia y seguramente no la han sufrido.

Héroes y villanos. En la guerra no hay una pizca de dignidad. Solo ese tipo de escenas cotidianas nos hacen recordar lo que somos.

Recordar, recordar es comprender y entender. No humillar ni insultar. El recuerdo sirve para no volver a equivocarnos y no para crear mitos. Al final no somos banderas, colores o ideas, somos personas, y de nada sirve volver a convertirnos en lo que fuimos, mas aun cuando muchas veces ignoramos lo que ello supuso.

Ojalá los suspiros no se pierdan en el tiempo, lejos quedaron ya los gritos.


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